¿No te ha pasado nunca que, atravesando un municipio con el coche o paseando por alguna zona rural, te has quedado absorto, mirando el monte, analizando su orografía y has pensado: Esto tiene pinta de ser muy bueno de sorda?
A mí me ocurre con demasiada frecuencia… 😉
¡Es una enfermedad!
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Esto tiene pinta de ser muy bueno de sorda
Desde que se apoderó de mí el dulce veneno de la Dama del Bosque, fiscalizo cada paisaje con ojos de becadero empedernido y, por supuesto, centrando mi atención sobre detalles que para cualquiera de mis acompañantes resultan del todo irrelevantes.
Pues lo normal, supongo, cuando visitas un pueblo o paseas a través de una zona rural, es fijarse en los elementos arquitectónicos, en las casas, los puentes…
No sé, incluso las rutinas de las gentes que lo habitan.
Y aunque también el paisaje suele convertirse en un ingrediente digno de admirar, nuestra forma de analizarlo difiere muchísimo de la del resto.
En mí caso, no sé cómo, pero por inercia, siempre termino aislado en mis pensamientos, observando toda la panorámica que me ofrece el monte, rastreando con la vista la peculiaridad de sus rincones e intentando discernir si realmente será tan querencioso de becada como parece.
Los montes de Liébana
El otro día, sin ir más lejos, celebramos el cumpleaños de un familiar en el Restaurante El Oso, en Cosgaya.
De paso, aprovecho para recomendártelo, pero no solo por su calidad gastronómica, sino por el bello paraje natural en el que está enclavado.
Nada más terminar de comer, nos sentamos en una de sus terrazas a disfrutar de un gin tonic y mientras el resto de la familia comentaba las bondades de su edificio, el detalle de sus bancos de madera artesanales o los tradicionales y majestuosos San Bernardos que jerarquizan la puerta de entrada…
Mi tio y yo, ambos cazadores, nos quedamos ensimismados durante un buen período de tiempo «mirando el tendido».
«Es la condición del becadero, sabedor que una vez ha probado las mieles de su caza, nunca más volverá a ser propietario de sus sueños.»
Ese tendido lo conformaba una espectacular cubierta vegetal, con grandes hayas, encinas y pinos, fuertes pendientes, alguna que otra zona limpia de pastoreo intercalada…
En apariencia, el entorno idílico para refugiar como se merece a nuestra querida Dama, por lo que no pude controlar mi instinto y enseguida me vi recorriendo con la mente todas aquellas cabeceras en compañía de mis setters, imaginando los senderos que las cruzarían o los muchos secretos que podrían esconder sus múltiples rincones.
Al volver en mí, me fijé que mi tio aún mantenía la mirada «perdida» sobre aquellos espectaculares bosques, para segundos después, supongo que cuando recobró el sentido de la realidad, clavar al unísono el mismo comentario:
¡Esto tiene pinta de ser muy bueno de sorda!
La misticidad de su caza es lo que provoca esta enfermedad
La misticidad de su caza es lo que provoca esta irrefrenable enfermedad, lo que hace inevitable que si no la estamos cazando, estemos pensando en ella, recordando viejos lances, añorando vivir otros nuevos y deseando volver a medirnos con este indomable pájaro, que colma nuestras más álgidas expectativas cinegéticas.
Es la condición del becadero, sabedor que una vez ha probado las mieles de su caza, nunca más volverá a ser propietario de sus sueños.
Pero así con todo… ¡Bendita enfermedad!
¡Un abrazo y al monte!
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Amante de la caza y la naturaleza, enamorado del setter inglés y sordero empedernido. Entre encinas, robles y hayas disfruto de cada instante que me ofrece el monte, alejándome cada vez más del lamentable postureo cinegético.