La suerte en el aprendiz es un intangible que pocas veces falla. Esa misma suerte que ahora, más veterano, muchas veces envidio y hecho en falta.
Esa flor que a todos nos acompaña en nuestras primeras salidas, parece que se va esfumando a medida que empezamos a entender de qué va esto de la caza.
Como si lo uno estuviese reñido con lo otro.
Como si la experiencia siempre debiese franquear el obstáculo de la complejidad y el esfuerzo.
O a lo mejor es solo un gancho que nos pone la naturaleza para despertar nuestros instintos cinegéticos.
<<Mira aprendiz, pruébalo, disfrútalo, es incomparable, da el paso, te engancharás… Pero aprovecha la oportunidad, pues nunca más volveré a ponértelo tan fácil…>>
Quien sabe, pero aquella sorda, mi primera becada, no fue accidente si no azar, un lance de fortuna, pero noblemente perseguido, que no me convirtió en cazador, pero si me dejó la enorme ilusión de aprender a serlo.
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Mi primera becada, un recuerdo imborrable
Tantos años después no me hace falta profundizar en el morral de mis recuerdos para rememorar cada detalle de aquel lance.
Lo que sentí, lo que pasó, como lo viví, la emoción, la explosión de felicidad, los gritos de éxtasis, las palabras saliéndose a borbotones y sin criterio…
Todo eso se mantiene muy vivo en mi memoria, como esa bonita historia que nunca olvidas y que siempre quieres contar, porque forma parte de lo que eres y porque ha tenido una trascendencia vital en el antes y en el después.
¡Mi primera becada!… Gritaba a toda voz, entre tanto acariciaba y admiraba la belleza salvaje de aquel impresionante pájaro.
Aquella temporada, la de mi bautizo con la Dama, tornaba a su fin y todo parecía indicar que no iba a poder disfrutar de las mieles del éxito.
Quizás había hecho méritos en situaciones anteriores, quizás ese primer cobro se demoró más de lo debido.
No lo sé, pero poco importaba, pues ya la tenía entre las manos, simbolizando el esfuerzo y la dedicación de un cazador en ciernes
Recuerdo cómo la miraba embelesado, investigando con atención cada ápice de su anatomía, muy lejos de identificar su posible edad o su procedencia, conocimientos que solo llegarían con el paso de los años, pero decidido a no olvidar jamás esos colores otoñales de su plumaje, sus enormes ojos negros apostados en los flancos de la cabeza o su característico y largo pico.
En ese momento era incapaz de imaginar, que lo que despuntaba como una futura afición, iba en realidad a convertirse en una de mis grandes pasiones.
Una jornada cualquiera de Febrero
Nada en aquella templada mañana hacía presagiar el buen final que nos aguardaba.
Corría el mes de Febrero y con él, las últimas escenas de la veda general, con tan solo unas pocas viajeras querenciosas aferrándose a sus refugios de invierno.
Becadas muy hechas al terreno, conocedoras de los entresijos de éste, tan escurridizas y hábiles, que habían logrado burlar nuestra presión una y otra vez, en cada una de las jornadas anteriores.
Pero la ilusión, como cada vez que pisábamos el monte, volvía a brillar como la de un niño al descubrir un caramelo.
La esperanza es lo último que se pierde, más aún cuando eres aprendiz y estás buscando desvirgar tus instintos cinegéticos.
Me acompañaba mi tio, por no decir que, en realidad, lo acompañaba yo a él y a sus dos perras: Luna y Tali.
Dos preciosos ejemplares de setter inglés, que durante muchos años fueron un fiel ejemplo de talento y tenacidad en la caza de pluma, y que aquella jornada en concreto, trabajaron de forma impecable para brindarme la oportunidad de cobrar mi primera becada.
Pertrechados de todo lo necesario, partimos desde el Cierro del Cura, revisando cada rincón y procurando gran prudencia en aquellas escasas ubicaciones en las que habíamos detectado actividad en cualquiera de los días previos.
Pero la suerte nos iba siendo esquiva una y otra vez.
Bien por la inexistencia de inquilinas, bien por nuestra incapacidad para ponerlas a tiro, cuando Luna y Tali cumplían con su cometido.
Sin embargo, aquella mañana estaba muy activo, inexplicablemente confiado, despierto y muy desenvuelto.
Solo necesitaba la más mínima oportunidad para poner a prueba mi flamante aplomo y no sé por qué, pero tenía la sensación de que antes o después, iba a llegar…
Una viajera salvaje y escurridiza
Y no me equivoqué, aunque se hizo esperar hasta el final de la jornada, cuando perros y cazadores dirigíamos nuestros pasos de vuelta al punto de partida, cansados de subir y bajar pendientes, bregar entre las encinas y abrirnos paso en busca de los senderos ocultos por las zarzas.
Cansados, pero con el espíritu bien despabilado y atento a la más ligera señal que nos permitiese encontrar ese lance tan ansiado.
Un lance que nos propició Tali, siempre Tali, esa tenaz e incansable setter que constantemente buscaba donde ningún otro lo hacía y que, con frecuencia, marcaba la diferencia con el resto.
Solo tuvo que guiar sus vientos hacia un nutrido manto de helechos que se apostaban al pie de una gran loma de encinas prácticamente inaccesibles, para detectar la emanación de la sorda que se cobijaba entre ellos y quedarse bloqueada en muestra.
Sin embargo, poco tardó la becada en elegir una de sus escapatorias predilectas y buscar nuevo refugio a través de ella, dejándonos sin la posibilidad de llegar a su altura, pero con el renovado objetivo de iniciar su persecución para volver a probar nuestras opciones.
Una persecución incesante
La habíamos visto camuflarse unos cientos de metros más arriba, entre la espesura de encinas.
Se trataba de una arboleda razonablemente joven, muy densa, plagada de ganzos, escajos y en apariencia infranqueable, pero tanto mi tio como yo estábamos dispuestos a dejarnos la piel, algo que hicimos literalmente, con tal de alcanzar esa esquiva becada e inclinar la balanza a nuestro favor.
A base de esfuerzo (O a puro huevo, como se suele decir vulgarmente) fuimos logrando sortear los obstáculos vegetales, tratando de controlar a los perros para que no se excediesen en su ventaja y estropeasen la operación.
Por fin, con algún que otro jirón en la ropa y multitud de magulladuras en manos y brazos, logramos alcanzar la zona deseada, entre tanto esperábamos ansiosos que Luna y Tali detectaran nuevamente el calor de la sorda.
Pero incluso para ellas era complejo rastrear el entorno, pues no eran muchos los huecos que se abrían para permitir el paso.
Aún así, no tardó en reaparecer su talento, volviendo a mostrar una sorda que se acababa de posar.
Enseguida nos aferramos a nuestras escopetas, con la intención de ser lo más ágiles posibles a la hora de encarar y percutir, pero nuevamente nos negó el disparo, concediéndonos únicamente el privilegio de escucharla romper las ramas unos metros más adelante.
La suerte de mi primera becada
Ver y oír son sentidos complementarios, pero diferentes.
El segundo es tan necesario como el primero, pero te obliga a tirar de intuición para adivinar la dirección que había tomado la sorda.
La parte positiva es que únicamente tenía dos opciones, derecha e izquierda, ya que hacia abajo estábamos nosotros y más arriba se aperturaba una serranía totalmente limpia y despejada que servía de alimento a un rebaño de ovejas.
Mi tio se tiró a la derecha, con Luna y Tali por delante navegando entre el bosque de encinas y yo hice justo lo contrario, hasta alcanzar el borde de la arboleda, que iba a toparse con una estrecha pista que hacía las veces de cortafuegos.
Agotado por el esfuerzo anterior, caminaba lentamente, agudizando el oído y tratando de escuchar cualquier sonido que me aclarase la evolución de la búsqueda de mi tio.
Casi había llegado al vértice de las encinas y mientras dudaba sobre si quedarme allí o descender los pocos metros que me separaban de la pista, escuché la señal que esperaba…
Dos golpes de beeper, un silencio sepulcral que no se veía interrumpido por la Breda semiautomática de mi tio, un ligero chasquido en el borde de una rama cercana…
Y en ese momento, instintivamente, levanté la vista y observé a la becada sobrevolando mi postura.
Lo que ocurrió a partir de ese instante fue tan breve como un suspiro.
Me giré, encaré, disparé y me quedé sorprendido viendo cómo caía mi primera becada entre las ramas de las encinas del otro lado de la pista.
Desde entonces aprendí a ser cazador
Es difícil plasmar en palabras la sensación que me embargó en ese momento.
Una mezcla de nervios y felicidad que se tradujeron en gritos sin sentido, porque verdaderamente no sé ni lo que pude llegar a decir.
A voces le anuncié a mi tio que la sorda había caído, entre tanto él había escuchado el disparo, el jaleo posterior y se esforzaba por llegar a mi altura, abriéndose paso como podía, entre el mar de ganzos que nos separaba.
Me felicitó y me preguntó dónde había caído, algo a lo que no supe responder, supongo que la explosión de sensaciones no dejó espacio al sentido común…
Por suerte, sus perras no tardaron dar con ella y pudimos cobrarla enseguida.
Ahora ya la tenía entre mis manos, prueba de que el azar es fiel compañero del aprendiz.
Era mi primer éxito, una suerte que me engachó para siempre a este noble arte que es la caza de la becada.
Con los años he tenido oportunidad de cobrar muchas más. De todas ellas guardo un profundo recuerdo, todas tienen una bonita historia detrás que merece ser contada, en mayor o menor medida, todas han requerido una gran exigencia y esfuerzo, pero ninguna es tan especial como aquella, mi primera becada, una de las razones por las que hoy si, aunque entonces no, me considero cazador.
¡Un abrazo y al monte!
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Amante de la caza y la naturaleza, enamorado del setter inglés y sordero empedernido. Entre encinas, robles y hayas disfruto de cada instante que me ofrece el monte, alejándome cada vez más del lamentable postureo cinegético.
Primera becada, perdiz o codorniz son los pájaros que dejan huella y nos adentran en el mundo de la caza.
Asomados al balcón de sus alas jamás las olvidaremos por muchas otras que vengan después.
Gran aporte Lobaco, como siempre!
Un abrazo y gracias por comentar.